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EL PROBLEMA DE LA LEGISLACIÓN CONTRA LA INCITACIÓN AL ODIO EN EUROPA

El derecho al odio es tan importante como el derecho al amor, siempre que no se exprese en forma de incitación directa a la violencia.

El odio, un intenso sentimiento de aversión que todo ser humano ha experimentado alguna vez. La Unión Europea y sus instituciones parecen creer que si son capaces de crear un espacio público libre de odio y ofensa, alcanzarán la paz eterna. A mí esto me parece utópico, y sabemos por la historia que la primera víctima de cualquier utopía es la libertad. En este caso, la libertad de expresión. El derecho al odio es tan importante como el derecho al amor, siempre que no se exprese en forma de incitación directa a la violencia.

Es difícil negar la legitimidad del odio que sienten los padres cuyo hijo ha sufrido los abusos de un pedófilo. Lo mismo se puede decir de las víctimas de un crimen o de las personas a las que se ha humillado de alguna manera. El odio forma parte de la condición humana, nos guste o no. Esto no significa que no debamos denunciar el odio contra las minorías. Por supuesto que debemos hacerlo, pero la ley no es una herramienta eficaz para combatir las opiniones que animan la incitación al odio. Para hacerlo tenemos que hablar más, no menos.

La legislación europea contra la incitación al odio está legitimada por el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de Naciones Unidas, adoptado en 1966. Sin embargo, poca gente sabe que democracias liberales como Suecia, Noruega, Holanda y Reino Unido votaron en contra del artículo que instaba a penalizar la incitación al odio. El artículo fue una iniciativa del bloque soviético. Eleanor Roosevelt, que presidía el Comité de Derechos Humanos de la ONU, advirtió de que podía ser utilizado por cualquier dictador para acallar las voces críticas. Eso fue exactamente lo que pasó. Aunque las leyes contra la incitación al odio se justifican como una manera de proteger a las minorías, han sido utilizadas para socavar los derechos de los grupos étnicos y religiosos minoritarios, así como para debilitar los movimientos a favor del cambio social en todo el mundo. Si algún día el político holandés Geert Wilders llega a tener mayoría en el Parlamento, puede que haga uso de la legislación actual para prohibir El Corán y discriminar a los musulmanes.

Normalmente, las leyes contra la incitación al odio sirven como medio para imponer las normas de determinado grupo al conjunto de la sociedad. Esto resulta particularmente problemático en una Europa cada vez más diversa, en la que la gente profesa diferentes creencias.

Lo que para uno es incitación al odio, para otro es poesía. Lo que para un cristiano es sagrado, a un musulmán puede parecerle una blasfemia.

En 2007, la Unión Europea adoptó un acuerdo marco que obligaba a los Estados miembros a promulgar leyes que declarasen delito la negación del Holocausto, así como otras variantes del discurso del odio que denigrasen a personas o colectivos o se mofasen de ellos. En la actualidad, estas leyes forman parte de los códigos de 13 de los 28 Estados miembros. En Europa del Este, la iniciativa ha desembocado en la proliferación de normas que penalizan la negación o la banalización de los crímenes del comunismo. Rusia, Ucrania, Ruanda y Bangladesh han utilizado la legislación de la Unión Europea que castiga la negación del Holocausto para justificar los ataques contra la libertad de expresión y de cátedra.

Un problema crucial de las leyes contra la incitación al odio es que no existe una definición clara de la misma. Esto deja margen a los poderes dispuestos a utilizar la ley para reprimir las opiniones y las expresiones que no sean de su agrado. En 2015, la comisaria europea de Justicia, Vera Jourova, declaró: “Si la libertad de expresión es una de las piedras angulares de una sociedad democrática, la incitación al odio es una flagrante violación de ese libertad. Se debe castigar severamente”. Un enfoque peligroso de la libertad de expresión, sobre todo si no hay consenso sobre el concepto de incitación al odio. De hecho, el derecho a la ofensa

es parte integrante de la libertad de expresión. Nadie tiene derecho a no ser ofendido. La libertad de expresión solo tiene sentido si incluye el derecho a decirle a la gente lo que no le gusta, como dijo una vez George Orwell.

En el fondo del debate sobre la incitación al odio y los límites de la libertad de expresión en Europa se oculta una paradoja: los políticos europeos han acogido con los brazos abiertos la diversidad cultural, étnica y religiosa y se han congratulado de ella. Por otro lado, no han estado dispuestos a aceptar esa misma diversidad a la hora de expresarse. Insisten en que, cuanta más diversidad cultural y religiosa, menos diversidad de expresión necesitamos. Desde mi punto de vista, esto es ilógico. Si abrimos los brazos a la diversidad religiosa y cultural, tenemos que aceptar que esta conlleva la necesidad de más, no menos, libertad de expresión para manifestar nuestras diferencias y desacuerdos.

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