La muerte llegó con un silbido. Eran las 17:00 del 22 de abril de 1915. Los meteorólogos militares determinaron la fuerza y la dirección del viento y dieron la orden de abrir el gas, que salió por las bocas de miles de tubos y viajó de trinchera a trinchera en forma de nube verdosa en medio del campo de batalla. Primero murieron las ratas y los pájaros. Después, los hombres y los caballos comenzaron a asfixiarse. El ejército francés entró en pánico y huyó de sus posiciones cerca de Ypres, dejando una cicatriz sin vida de diez kilómetros de largo en las líneas aliadas. Los alemanes, lejos de alegrarse por su victoria sin disparar un solo tiro, se negaron a ocupar la zona abandonada por miedo al gas venenoso. El arma química irrumpía con terror en la guerra moderna.
El cloro, la primera gran arma química de origen industrial, facilitado por el fabricante IG Farben -que lo usaba para el tinte de prendas de vestir- fue tan efectivo durante la Gran Guerra que aún se utiliza. Concretamente, por el régimen de Bashar Asad para gasear a la población civil de Jan Shijun.
Tras algunos experimentos más o menos mitificados de la Antigüedad, como las hogueras de alquitrán y azufre de los espartanos frente a las murallas de Atenas en la guerra del Peloponeso, la Primera Guerra Mundial marca un momento decisivo en el uso de estos venenos. El gas mostaza, la estrella de la guerra química, pesaba más que el aire y se extendía como un líquido entre los pies de los soldados hasta que empezaba a evaporarse. Las quemaduras que provocaba eran atroces, así como los daños a los ojos, los pulmones y otros órganos internos. La piel enrojecía y se llenaba de grandes ampollas. Uno de los heridos más célebres por este gas fue el propio Adolf Hitler, soldado de primera durante la Gran Guerra.
En los años posteriores, varios países usaron estas armas de manera industrial: los británicos en Irak en 1920, el Ejército español en la guerra del Rif (1925), los italianos en la invasión de Etiopía (1935) y los japoneses en China (1941).
En la Segunda Guerra Mundial, ni los nazis ni los aliados utilizaron estos compuestos en combate. Los biógrafos de Hitler sostienen que los daños que sufrió como soldado en la Gran Guerra le convencieron de no volver a recurrir a esos terrores químicos en la Segunda. La realidad es que el Ejército alemán desarrolló agentes nerviosos como el gas sarín, también usado por Bashar Asad en Siria, el tabun y el soman. Si no los usaron, fue porque los servicios secretos pensaban que los aliados también los conocían y podían usarlos contra la población del Tercer Reich. En cambio, no les importó incorporar a la llamada "solución final" el pesticida Zyclon B para culminar al genocidio nazi.
Durante la Guerra Fría, EEUU usó el potente herbicida Agente Naranja para deforestar la selva de Vietnam, Camboya y Laos, que permitía esconderse a la guerrilla del Vietcong. Esta forma de guerra química mató a 400.000 personas, mientras que más de 500.000 niños nacidos más tarde han sufrido graves malformaciones por sus efectos duraderos. Entre 1962 y 1971, la aviación roció 76 millones de litros en el 20% de la superficie total de Vietnam.
En la guerra de Irán-Irak, Sadam Hussein y el general Ali Hassan al-Mayid, más conocido como Ali el químico, recurrieron al uso del gas mostaza, similar al de la Primera Guerra Mundial, así como el gas sarín, tabun y VX, para provocar una matanza en Halabja, controlada en aquel momento por población kurda aliada de Teherán.
En la guerra de Siria se han usado este tipo de armas en varias ocasiones. Existen evidencias de ataques en Alepo (marzo de 2013, con 26 muertos), en Damasco (abril de 2013). El 21 de agosto de ese mismo año, un bombardeo con gas sarín provocó 1.400 muertos en la localidad de Guta. El presidente sirio, Bashar Asad, ha negado siempre su responsabilidad en estos ataques pese a las evidencias tangibles del uso de su arsenal químico. Las imágenes de niños ahogándose por los efectos del cloro volvieron a dar la vuelta al mundo el pasado martes, de nuevo por un bombardeo lanzado por los aviones del régimen.
En 1925 la Tercera Convención de Ginebra ya prohibió el gas venenoso en una declaración que afirmaba: "El uso en guerra de gases asfixiantes, venenosos o de otro tipo, y de todos los líquidos, materiales o dispositivos análogos, han sido justamente condenados por la opinión pública del mundo civilizado". Muchos países firmantes de ese manifiesto aún mantienen toneladas de este tipo de armamento en sus arsenales.