A pesar de su entrega y dedicación, Lutero no encontró la paz espiritual en la vida monástica. Por el contrario, su sensibilidad espiritual le conduciría por un camino muy diferente.
En 1512, Lutero se doctoró en teología y por aquella época ya contaba con un conocimiento nada despreciable de la Biblia. Por supuesto, las Escrituras no estaban ausentes del mundo en el que había crecido Lutero, pero su influjo se encontraba muy mediatizado.
La gente sencilla podía conocer historias de la Biblia gracias a una transmisión oral o a lo que podían contemplar en las imágenes pintadas o esculpidas de las iglesias. Quizá no ignoraban momentos esenciales de la vida de Jesús o de los personajes del Antiguo Testamento, pero a él se sumaba la proliferación de leyendas piadosas, no pocas de las cuales hoy nos provocarían una sonrisa.
Para Martín, sin embargo, el contacto con el texto sagrado empezó a proporcionarle una vía de salida a la angustia. Como señalaría años después, no había aprendido su teología “de golpe”, sino que había tenido que “buscar en profundidad” en los lugares a donde lo “llevaban las tentaciones”.
La afirmación se corresponde, desde luego, con la realidad histórica. Como ha señalado J. Atkinson, Lutero formuló las preguntas correctas -¿cómo puedo salvarme siendo Dios justo y yo injusto?– y recibió las respuestas correctas. La respuesta la encontró en la Biblia leyendo el inicio de la carta a los Romanos donde el apóstol Pablo afirma que “en el Evangelio, la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: mas el justo vivirá por la fe” (Romanos 1:17).
Lutero captó que la justicia de Dios tenía una doble dimensión. Por un lado, se trataba de una cara que exigía que los hombres fueran justos y que anunciaba un juicio, pero, por otro, poseía también un rostro salvifico que actuaba en los seres humanos mediante la fe en Cristo.
El descubrimiento de esa doctrina provocó en Lutero un cambio esencial, una conversión, que recuerda por su conexión con la carta a los Romanos a la experimentada por Agustín de Hipona antes o por John Wesley después. Este episodio, denominado convencionalmente como “Experiencia de la torre”, ya que se supone que tuvo lugar encontrándose en el citado lugar vino preparado por la búsqueda y el estudio de años, pero, muy posiblemente, fue como un resplandor repentino, como una iluminación inmediata, como un fogonazo que arrojó luz sobre toda su vida.
Según la descripción del propio Lutero, semejante experiencia lo liberó de la ansiedad, del temor y del pecado y lo llenó de paz y de sosiego, unas circunstancias comunes en las experiencias de conversión. Ignoramos con certeza cuando tuvo lugar la “experiencia de la torre” y los expertos se dividen a la hora de señalar la fecha entre 1508-9, 1511, 1512, 1513, 1514, 1515 e incluso 1518-9. 1512 resulta la fecha más tardía aceptable porque en 1513 – cuando enseñaba los Salmos con una perspectiva cristológica - ya estaban presentes en su obra todos los elementos de esa visión sobre la salvación.
Desde luego, el gran paso dado por Lutero ser percibe con extraordinaria nitidez en la época -1515– en que enseñaba la epístola de Pablo a los romanos. Esta epístola es, en buena medida, un desarrollo de la dirigida a los Gálatas y, sin ningún género de dudas, el escrito más importante que saldría nunca de la pluma de Pablo. A diferencia de la mayoría de los textos paulinos, esta carta no pretendía responder a situaciones circunstanciales que se habían planteado en iglesias fundadas por él. Tampoco pretendía atender necesidades de carácter pastoral. Por el contrario, se dirigía a unos hermanos en la fe que sólo le conocían de oídas y a los que deseaba ofrecer un resumen sistemático de su predicación. Como era común en el género epistolar de su época, Pablo comenzaba este escrito presentándose y haciendo referencia al afecto que sentía hacia los destinatarios de la carta (Romanos 1, 1-7) , para, acto seguido, indicar que su deseo era viajar hasta esa ciudad y poder compartir con los fieles algún don espiritual (Romanos 1:10-11).
Ahora había llegado el momento “anunciar el evangelio también a vosotros que estáis en Roma”, un evangelio del que no se avergonzaba (Romanos 1:15-16).
¿En qué consistía ese Evangelio, esa buena noticia? Pablo lo expresa con obvia elocuencia: “el evangelio... es poder de Dios para salvación para todo aquel que cree; para el judío, en primer lugar, pero también para el griego.
Porque en él la justicia de Dios se manifiesta de fe en fe; como está escrito: pero el justo vivirá por la fe. (Romanos 1:16b-17).
El resumen de su predicación que realizaba Pablo al inicio de la carta no podía ser más claro.
La justicia de Dios no se recibía a través de las obras o de los méritos personales – desde luego, no encontramos la menor mención a algo que se pareciera a buena parte de la existencia que Lutero vivía en el convento - sino por la fe y su consecuencia lógica es que el justo vivirá por la fe.