Uno de los libros de la Biblia más difíciles de leer de principio a fin es el libro de los Números. Este libro contiene algunas historias del pueblo de Israel en el desierto, rodeadas por lo que parecen listas interminables de nombres. En alguna ocasión, le pregunté a un pastor cuál era la razón de Dios para darnos en su revelación un libro lleno de censos. Su respuesta: para que sepamos que Dios siempre ha obrado en la historia y llevado a cabo sus planes a través de personas reales. Por eso tenemos genealogías, no solamente en Números, sino en otros libros de las Escrituras. Nuestro Dios no es un Dios de mitologías, sino el Dios sobe- rano que dirige realmente la historia de la humanidad.
Ese mismo Dios que estuvo presente y dirigió la historia de los hijos de Abraham, protegiendo su linaje hasta el nacimiento de Cristo; que ordenó la muerte de su Hijo a mano de pecadores, quienes le crucificaron y sepultaron; que le resucitó de entre los muertos para que fuese visto por cientos de personas; y que acomodó las circunstancias en Hechos que detonaron la explosión del evangelio desde Jerusalén hasta los confines del mundo entonces conocido.
Ese Dios es el mismo que ha estado presente en los anales de la historia humana desde entonces hasta nuestros días, llevando a cabo su plan y dirigiendo el avance de su Reino. En ocasiones, su mano ha pasado desapercibida, pero en ciertos momentos claves de la historia, su mano ha sido más que evidente. Uno de estos momentos fue la Reforma Protestante del siglo xvi.
La Iglesia se encontraba sumida en una profunda oscuridad. Las tradiciones de los hombres y los engaños de Satanás tenían preso al pueblo de Dios, y en ese contexto histórico, el Dios soberano de la historia levantó personas reales para llevar a su Iglesia de vuelta a la luz de las Escrituras. Encontramos de nuevo listas de personas reales que fueron usadas por Dios para llevar a cabo su plan de hacer avanzar su Reino y difundir la verdad de su Palabra y el evangelio de Cristo. Así, tenemos a Martín Lutero en Alemania; a Ulrico Zuinglio en Zúrich, sucedido por Heinrich Bullinger; a Juan Calvino en Ginebra; a Juan Knox en Escocia; a William Tyndale en Inglaterra; y la lista continúa. Cada uno de ellos tuvo con un trasfondo particular y vivió en un contexto diferente. De países distintos y con idiomas distintos, Dios se encargó de unirlos en un mismo sentir. Su pasión por la verdad de las Es- crituras y su amor por Cristo los llevaron a levantarse llenos de convicción en contra de las autoridades corruptas de sus tiempos, civiles y eclesiásticas, y en contra de la ceguera espiritual que imperaba. Muchos de ellos lucharon durante toda su vida, e incluso llegaron a perderla por la causa de Cristo.
No obstante, por admirable que sea el recuerdo y los registros que hoy tenemos de ellos, debemos dirigir nuestra atención hacia Aquel que estuvo detrás de cada uno de ellos; Aquel que los hizo gigantes. El Dios soberano de la historia no solo coordinó el movimiento de Reforma de manera general; sino que su majestuoso plan incluía hasta el más ínfimo detalle de la vida de cada uno de estos reformadores. Desde su lugar de nacimiento hasta las experiencias de su infancia y adolescencia; desde sus inclinaciones y habilidades hasta sus estudios; toda su personalidad y su contexto inmediato fueron construidos por Dios para sus propósitos gloriosos.
La alta perspectiva de Dios que fue recuperada en la Reforma demanda que entendamos que, en un sentido metafórico, Dios no solo escribió la música para sus instrumentos; Él no solo interpretó esas melodías de manera exquisita; sino que fue Él mismo quien creó los instrumentos, hasta el último detalle, para poder ofrecer uno de los mejores conciertos de la historia. Creador, Compositor, Director y Ejecutor: por eso toda la gloria es única y exclusivamente suya.
Este año celebramos, sí, las vidas, legados y ejemplos de cada uno de estos reformadores. Anhelamos tener su convicción, su celo por la verdad, su amor por el Salvador, su pasión y resolución. Fueron verdaderos gigantes de la Iglesia, y podemos sentirnos pequeños en comparación. No obstante, miremos más allá de ellos, y celebremos a Dios. Celebremos su gracia, su sabiduría, su poder infinito, su fidelidad a sus promesas, su presencia real en la vida de la Iglesia, su mano protectora y su guía.
Actualmente, la Iglesia se encuentra sumida una vez más en una latente oscuridad. De nuevo, las tradiciones de los hombres y los engaños de Satanás han apresado grandes sectores del pueblo de Dios. Sin embargo, en este nuestro contexto histórico, el Dios soberano de la historia continúa levantando personas reales para llevar a su Iglesia de vuelta a la luz de las Escrituras. Los creyentes que estamos vivos en este momento de la historia conformamos las listas, los nuevos números de personas que Dios está usando para llevar a cabo su plan de hacer avanzar su Reino y difundir la verdad de su Palabra y el evangelio puro de Jesucristo.
¿Dónde están los Luteros, los Zuinglios y los Calvinos de hoy? Sin importar el país donde nos encontremos, Dios por su Palabra y Espíritu puede darnos el mismo sentir que dio a los reformadores hace 500 años. Él no ha cambiado y su Palabra tampoco. Roguemos al Soberano de la historia que vuelva a ofrecer un concierto como aquel; que toque de nuevo las dulces melodías que resonaron por toda Europa, y cuyos ecos escuchamos hoy. Pidámosle que ponga en nosotros esa misma pasión por la verdad de las Escrituras y ese mismo amor por Cristo; que nos dé esa misma convicción para que podamos levantarnos en contra de las autoridades corruptas de nuestros tiempos, sin temor, dentro y fuera de la Iglesia. Imploremos que haga resplandecer una vez más la luz de su Verdad en nuestros corazones, para poder enfrentar la oscuridad espiritual que impera en muchas de nuestras Iglesias; que una vez más resplandezca su luz en medio de las tinieblas.
Cada uno de nosotros es un instrumento creado por Dios para sus propósitos. Él ha dirigido cada detalle de nuestra historia y nos ha colocado donde Él quiere que estemos. Su majestuoso plan incluye cada paso de nuestro camino, de modo que hoy somos lo que somos por su gracia y para su gloria. ¿Cómo nos recordarán las generaciones por venir?
¿Podrán celebrar igualmente la obra de Dios en nuestras vidas? ¿Podrán ver en nuestro legado hombros fuertes sobre los cuales permanecer firmes? Si somos fieles a las Escrituras, así será.
Tenemos una gran responsabilidad y no tenemos excusas para flaquear. ¡Ya basta de defender las enseñanzas modernas y tradiciones de hombres sin examinarlas seriamente a la luz de la Biblia! ¡Ya basta de postrar nuestro entendimiento ante meras experiencias y sentimientos carentes de do real! ¡Ya basta de predicar legalismo y doctrinas de demonios! ¡Ya basta de tomar una actitud pasiva hacia aquellos que con autoridad autodelegada y altivez satánica se levantan y predican en contra de Cristo! ¡Ya basta de soportar a los falsos profetas y maestros que roban a la Iglesia el gozo de la salvación! ¡Ya basta de tolerar a los falsos apóstoles que blasfeman contra el Espíritu Santo y saquean a los débiles buscando enriquecerse! ¡Ya basta! La Iglesia del siglo xxi necesita una continua Reforma.
Los reformadores del siglo xvi confiaron sin reservas en la Palabra de Dios, y lo entregaron todo por verla avanzar y permear todas las áreas de la vida. Que esta sea nuestra alta perspectiva de las Escrituras. Confiemos en la Biblia como lo que es: la verdad infalible revelada por Dios con todo lo necesario para la salvación, vida y piedad; toda ella útil, toda ella necesaria, toda ella perfecta. Rindamos nuestras vidas ante esta, nuestra única autoridad suprema, y sometamos a la Palabra todo pensamiento que se levante en contra de Cristo, con todo lo que esto implica. Luchemos durante toda nuestra vida, y si es necesario, si Dios nos lo demanda, estemos dispuestos a perderla por la causa de Cristo.
Oh, Dios Soberano de la Historia, permite una vez más que la Luz de tu Palabra fielmente predicada amanezca en este siglo y eche fuera las tinieblas engañosas del error en todas las áreas de la vida y deje ver tu gloria y hermosura en Cristo Jesús, nuestro Rey y Señor. Amén.