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JOHN WYCLIFFE PRECURSOR Y PIONERO EN INICIAR LA REFORMA EN INGLATERRA Por J.C. Ryle (Primera parte)

Es un dicho viejo y cierto, que a veces las naciones saben poco acerca de algunos de sus más grandes benefactores. Si alguna vez hubo un hombre a quien aplica este dicho, es John Wycliffe, precursor y primero en iniciar la Reforma Protestante en su país. Inglaterra tiene una enorme deuda con Wycliffe; sin embargo, es un hombre sobre el cual los ingleses conocen poco o nada.

En la elaboración de unas páginas acerca de este gran y buen hombre, me vienen a la mente las palabras del Apóstol San Pedro. Dice: “Considero justo estimularos recordándoos estas cosas” (2 Pedro 1:13), y esto es precisamente lo que quiero hacer con este artículo. Quisiese estimular a mis lectores, y tratar de hacerles recordar y nunca olvidar al hombre que con razón ha sido llamado “La Estrella de la Mañana de la Reforma inglesa”.

I. En primer lugar y ante todo, debo pedirles que recuerden la condición religiosa de Inglaterra en la edad cuando Wycliffe vivió.

No me disculparé por insistir brevemente sobre este punto. Un correcto entendimiento de esto yace en la raíz misma de mi tema. Sin esto, es imposible formar una estimación correcta del hombre sobre el cual estoy escribiendo; de las enormes dificultades que tuvo que enfrentar; y de la grande- za de su obra.

John Wycliffe nació en el norte de Yorkshire, a orillas del Tees, alrededor del año 1324, durante el reinado de Eduardo II, y murió en 1384, en el reinado de Eichard II, hace más de quinientos años. Así que recordarán que nació al menos cien años antes de la invención de la imprenta, y murió cerca de cien años antes de que naciese el gran reformador alemán, Martín Lutero. No debemos olvidar ninguno de estos dos hechos.

Los tres siglos inmediatamente antes de la Reforma inglesa, en medio de los cuales vivió Wycliffe, fueron posible- mente el periodo más oscuro en la historia del cristianismo inglés. Fue un período cuando la Iglesia de Inglaterra era cabal, entera y completamente católica romana —cuando el Obispo de Roma era el líder espiritual de la Iglesia—, cuando el romanismo reinaba supremo desde la Isla de Wight hasta Berwick-on-Tweed, y desde Finisterre hasta Foreland Norte, y tanto las personas como los ministros eran todos papistas.

No es exageración decir que durante estos tres siglos antes de la Reforma, el cristianismo en Inglaterra parece haber estado enterrado bajo una masa de ignorancia, superstición, superchería e inmoralidad. La semejanza entre la religión de este período y la de la era apostólica era tan pequeña, que si San Pablo hubiese resucitado de entre los muertos, difícilmente la habría llamado cristianismo.

Tales eran los días en que vivió Wycliffe. Tales eran las dificultades que tuvo que enfrentar. Encomiendo a mis lectores no olvidarlo. El hombre que pudiese hacer lo que él hizo y dejar la marca que él dejó en su generación, no podría ser un hombre ordinario. Voy más allá: debe haber sido un siervo de Cristo, de gracia y dones excepcionales, y particularmente lleno del Espíritu Santo. Afirmo que es un hombre digno de todo honor, y hacemos bien en recordarlo.II.

Permítaseme ahora pasar del tiempo de Wycliffe a su persona y obra.

Que Wycliffe realizó una gran obra en una época oscura; que dejó una profunda impresión en su generación; que fue sentido y reconocido como “un poder” en Inglaterra tanto por la Iglesia como por el Parlamento durante unos veinticinco años, es un simple asunto de historia innegable para cualquier persona culta.

Sin embargo, hay mucha oscuridad en torno a sus primeros años. No sabemos nada de su educación temprana y sus primeros maestros, y solo podemos adivinar que podría haber adquirido los primeros rudimentos de su educación en Eggleston Priory, en el Tees. No obstante, sí sabemos que fue a Oxford entre 1335 y 1340, y sacó tanto provecho de la educación que allí recibió que obtuvo una muy alta reputación como uno de los hombres más educados de su época. Fue nombrado Maestro de Balliol en 1361, y posteriormente se relacionó con las Universidades de Queen’s, Merton y Canterbury. A partir de esa fecha durante unos veinte años, cuando se retiró a Lutterworth, Oxford parece haber sido su sede, aunque evidentemente estaba a menudo en Londres. Enseñanza, predicación, escribir para personas cultas e in- cultas, argumentación y controversia parecen haber sido la dieta de su vida.

Sin embargo, no tenemos un registro mi- nucioso y sistemático de su vida de la pluma de ningún biógrafo contemporáneo. ¿Cómo obtuvo sus sanas perspectivas teológicas? ¿Aprendió del arzobispo Bradwardin que le pre- cedió? ¿Fue amigo cercano de Fitzralph de Armagh, Canciller de Oxford, o del famoso Grostete, Obispo de Lincoln, quienes fueron sus ayudantes y colaboradores, o no tuvo ninguno y permaneció solo? En todo esto, lo que sabemos es poco o nada. Sin embargo, es inútil quejarse, ya que no había imprenta en los días de Wycliffe, y pocos sabían leer o escribir. No perderé tiempo en suposiciones, sino que me bastará mencionar cuatro hechos que están más allá de toda controversia, y señalar cuatro razones por qué el nombre de Wycliffe debería ser siempre digno de honor en Inglaterra.

A. Para empezar, deberíamos recordar con gratitud que Wycliffe fue uno de los primeros ingleses que defendieron la suficiencia y supremacía de las Sagradas Escrituras como la única regla de fe y práctica. La prueba de esto se ve tan continuamente en sus escritos, que no intentaré ofrecer citas. La Biblia es primordial en todo lo que dejó.

La importancia de este gran principio no puede ser sobrevalorada. Se encuentra en la base misma del cristianismo protestante. Es la columna vertebral de los Artículos de la Iglesia de Inglaterra y de cada Iglesia sana en la cristiandad. Cristo quiere que el verdadero cristiano lo someta todo a prueba contra la Palabra de Dios: toda iglesia, todo ministerio, toda enseñanza, toda predicación, toda doctrina, todo sermón, todo escrito, toda opinión, toda práctica. Estas son sus órdenes: sometedlo todo a prueba contra la Palabra de Dios; medidlo todo con la medida de la Biblia; comparadlo todo con la norma de la Biblia; pesadlo todo en la balanza de la Biblia; analizadlo todo a la luz de la Biblia; examinadlo todo en el crisol de la Biblia. Lo que pueda soportar el fuego de la Biblia, recibidlo, afirmadlo, creedlo y obedecedlo. Lo que no pueda soportar el fuego de la Biblia, rechazadlo, negadlo, repudiadlo y echadlo fuera. Esta es la norma que Wycliffe levantó en Inglaterra. Esta es la bandera que clavó en el mástil. ¡Nunca debe bajarse!

Todo esto suena tan familiar a nuestros oídos que no nos damos cuenta de su valor. Quinientos años atrás, el hombre que asumía esta postura era un hombre audaz, y se paraba solo. No olvidemos nunca que uno de los primeros en pararse firme sobre este principio fue John Wycliffe.

B. Por otra parte, recordemos con gratitud que Wycliffe fue uno de los primeros ingleses que atacaron y denunciaron los errores de la Iglesia de Roma. El sacrificio de la misa y la transubstanciación, la ignorancia e inmoralidad del sacerdocio, la tiranía de la Sede de Roma, la inutilidad de confiar en otros mediadores aparte de Cristo, la peligrosa tendencia del confesionario: todas estas y otras doctrinas similares se verán expuestas incansablemente en sus escritos. Por todos estos puntos, fue un reformador protestante exhaustivo, un siglo y medio antes de la Reforma.

Bueno sería para Inglaterra si los hombres viesen este tema en el presente con la misma claridad de Wycliffe. Desgraciadamente, en 1890, el filo del antiguo sentimiento británico sobre el protestantismo parece desafilado y despuntado. Algunos dicen estar cansados de toda la controversia religiosa, y están dispuestos a sacrificar la verdad de Dios por la paz. Algunos miran el romanismo simplemente como una entre muchas formas inglesas de religión, y ni peor ni mejor que las otras. Algunos tratan de persuadirnos de que el romanismo ha cambiado y ya no es tan malo como solía ser. Algunos señalan con valentía las faltas de los protestantes, y gritan a viva voz que los romanistas son tan buenos como nosotros.

Algunos piensan que es bueno y generoso afirmar que no tenemos derecho de pensar que esté mal quien toma en serio su fe. Y aun así los dos grandes hechos históricos, 1) que la ignorancia, la inmoralidad y la superstición reinaban en Inglaterra hace 400 años bajo el papado; y 2) que la Reforma fue la mayor bendición que Dios dio a esta tierra: ambos son hechos que hace cincuenta años nadie habría pensado deba- tir, excepto un papista. ¡En la actualidad, por desgracia, es conveniente y está de moda olvidarlos! En resumen, al ritmo que vamos, no me sorprendería si pronto se propone derogar el Acta de Establecimiento, y permitir que un papista lleve puesta la Corona de Inglaterra.

Si diésemos marcha atrás al reloj y nos colocásemos detrás de la Reforma, como proponen algunos fríamente, de seguro no nos detendríamos con Enrique VIII, o VII, o VI, sino que iríamos a preguntarle al mismo Wycliffe.

C. Por otra parte, recordemos con gratitud que Wycliffe fue uno de los primeros ingleses, si no el primero, que revivió la ordenanza apostólica de la predicación. Los “pobres sacerdotes” —pues así se les llamaba— a quienes envió a enseñar al campo, fueron uno de los de mayores beneficios que confirió a su generación. Sembraron la semilla de pensamientos entre la gente que nunca fueron olvidados por completo, y, creo yo, allanaron el camino para la Reforma.

Si Wycliffe no hubiese hecho nada más que esto por Inglaterra, creo que solo esto le daría derecho a nuestro profundo agradecimiento. Sostengo firmemente que la primera y principal obra del ministro es la de predicar la Palabra de Dios.

Lo digo enfáticamente, a causa del tiempo en que vivimos, y los peligros particulares de la guerra cristiana en nuestra propia tierra. Creo que el supuesto “sacerdotalismo” de los ministros es uno de los errores más antiguos y malvados que han plagado el cristianismo. En parte por un ignoran- te anhelo del sacerdocio de la dispensación mosaica, que se acabó cuando Cristo murió; en parte por el amor al poder y la dignidad, que es tan natural para los ministros como para cualquier otro hombre; en parte por los adoradores in- conversos que prefieren un supuesto sacerdote y mediador a quien pueden ver, en lugar de uno en el cielo a quien no pueden ver; en parte por la ignorancia de la humanidad antes de que la Biblia fuese impresa y distribuida; en parte por una causa y en parte por otra, ha habido una tendencia constante durante los últimos dieciocho siglos a exaltar a los ministros a una posición no escritural, y a verlos como sacerdotes y mediadores entre Dios y los hombres, en lugar de predicado- res de la Palabra de Dios.

Encomiendo a mis lectores recordar esto. Permanezcan firmes en los principios antiguos. No abandonen las sendas antiguas. Que nada los tiente a creer que la multiplicación de formas y ceremonias, la lectura constante de los servicios litúrgicos o las frecuentes comuniones, llegarán a hacer tanto bien a las almas como la predicación poderosa, ardiente y fer- viente de la Palabra de Dios. Los cultos diarios sin sermones podrán complacer y edificar a unos cuantos creyentes, pero jamás alcanzarán, llamarán, atraerán o captarán a la gran masa de la humanidad. Si los hombres quieren hacer el bien a la multitud, si quieren llegar a sus corazones y consciencias, deben andar en los pasos de Wycliffe, Latimer, Lutero, Crisóstomo y San Pablo. Deben atacarlos a través de sus oídos; deben tocar la trompeta del eterno evangelio con fuerza y constancia; deben predicar la Palabra.

-(ésta maravillosa reseña continuará)-

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