Muchas de nuestras actitudes modernas ante el trabajo y la protección social se originaron en un lugar totalmente inesperado: en la teología bíblica.
Ya en pleno siglo XVI, un concienzudo estudiante de las Escrituras, llamado Martín Lutero, iba a redescubrir en las páginas de la Biblia las buenas noticias de la salvación por la sola fe en Cristo Jesús. El monje alemán fue el primer sorprendido al comprobar cómo ese mismo mensaje encerraba implicaciones extraordinarias para afrontar el trabajo y enfrentarse a la desigualdad social. Pero no fue una somera lectura de la Biblia lo que produjo estos resultados, sino el hecho de que, por los menos en mil años, las Escrituras no habían sido estudiadas con más ahínco y dedicación como entonces lo fueron por Lutero y tantos otros reformadores.
Será la doctrina de la justificación por la fe sola, el gran hallazgo de la Reforma Protestante del siglo XVI, la que cambiará la percepción social de la pobreza y de cómo enfrentarse a la misma. Esta doctrina de la justificación por la fe era, según Lutero, la que hacía que una iglesia permaneciera en pie o cayera. La justificación es una declaración divina de que, sobre la base de la obra de Cristo consumada en la cruz, tenemos el perdón de todos nuestros pecados y la vida eterna. Dios justifica al impío (Ro. 4:5); es decir, le atribuye la justicia de Cristo por la fe en Él (Ro. 5:1). La salvación es por la gracia de Dios y no por obras que el hombre pueda hacer, y se encuentra solamente en Otro, en nuestro Señor Jesucristo, muerto y resucitado.
Así el mismo Lutero contó cómo abrazó la justificación por la fe en Cristo, y qué efectos tuvo en su vida, en la llamada Experiencia de la torre:
“… Había concebido un deseo ardiente de entender lo que Pablo quería decir en su epístola a los Romanos, pero hasta ese momento se había interpuesto en mi camino… esa palabra que aparece en el capítulo uno: en el evangelio la justicia de Dios se revela. Odiaba esa palabra, justicia de Dios… que, por su uso y costumbre, me enseñaron todos mis maestros a entender filosóficamente como algo referente a una justicia formal o activa, como la llaman, esto es, esa justicia por la que Dios es justo y por la que castiga a los pecadores y los impíos. Pero yo, el monje intachable que era, sentía delante de Dios que era un pecador con una conciencia extremadamente turbada. No podía estar seguro de que mi satisfacción pudiera aplacar a Dios.
No amaba, no; más bien, odiaba al Dios justo que castiga a los pecadores. En silencio, si no blasfemé, sin duda me quejé vehementemente y me enojé con Dios. Dije: ¿no es suficiente que nosotros, pecadores miserables, perdidos por toda la eternidad debido al pecado original, estemos oprimidos por todo tipo de calamidades a través de los diez mandamientos? ¿Por qué amontona Dios aflicción tras aflicción y a través del evangelio nos amenaza con su justicia y su ira? Así es cómo me enfurecía con una conciencia salvaje y perturbada… Medité noche y día sobre esas palabras hasta que, por fin, por la misericordia de Dios, presté atención a su contexto: De hecho, en el evangelio se revela la justicia que proviene de Dios, la cual es por fe de principio a fin, tal como está escrito: ‘El justo vivirá por la fe’ (Ro. 1:17).
Empecé a entender que en este versículo la justicia de Dios es aquello por lo que la persona justa vive por un don de Dios, esto es por fe. Empecé a entender que este versículo significa que la justicia de Dios se revela por medio del Evangelio, pero es una justicia pasiva, esto es, aquello por medio de lo cual el Dios misericordioso nos justifica por fe, como está escrito: el justo vivirá por la fe.
De inmediato sentí que había nacido de nuevo y entrado en el propio paraíso a través de unas puertas abiertas. Inmediatamente vi la totalidad de las Escrituras bajo una luz diferente… Ensalcé esta dulcísima expresión: la justicia de Dios, con tanto amor como la había aborrecido antes con odio. Esta frase de Pablo fue para mí la misma puerta del paraíso. Después leí Del espíritu y de la letra, de Agustín de Hipona, donde encontré lo que no me había atrevido a esperar. Descubrí que él también interpretaba la justicia de Dios de una forma parecida, concretamente como aquello con lo que Dios nos viste cuando nos justifica. Aunque Agustín lo había dicho de forma imperfecta y no explicó en detalle cómo nos imputa Dios la justicia, me siguió agradando que él enseñara la justicia de Dios por la cual somos justificados”.
Las consecuencias de la justificación por la fe fueron revolucionarias y afectaron a muchas áreas. En particular, tuvieron una relevancia inesperada en cuanto a la pobreza: si solo somos salvos por fe, la pobreza ya no es un camino de salvación, ni el dar a los pobres tampoco nos llevará al cielo. Como dice Carter Lindberg:
“Lutero cortó de raíz la ideología religiosa medieval acerca de la pobreza por medio de su doctrina de la justificación por la fe sola sin las obras humanas. Ya que la justicia delante de Dios se obtiene únicamente por gracia, y ya que la salvación es la fuente de la vida más que el logro de la vida, la pobreza y la situación de los pobres no puede ser considerada como una forma peculiar de bendición. No hay valor salvífico en ser pobre o en dar limosna. Esta nueva teología desmontó la ideología medieval sobre la pobreza que había oscurecido los problemas sociales y económicos asociados a la misma, y había obstruido el desarrollo de la protección social”.
Así pues, una doctrina bíblica, que para muchos es algo meramente religioso, resulta que está detrás de la lucha concienzuda contra la pobreza. La justificación por la fe desencadenó una novedosa legislación que fue eficaz, de entrada, en la abolición de la pobreza en la Europa que abrazó la Reforma.
Resulta interesante notar cómo ya en una de sus primeras obras teológicas, Lutero se ocupa del amparo al más necesitado. En su Tratado a la nobleza alemana, Lutero habló sobre la protección social basado en su doctrina de la justificación. La aplicación social que hizo Lutero de la justificación por la fe corrobora que las doctrinas bíblicas tienen efectos provechosos, muchas veces insospechados.
José Moreno Berrocal casado y con dos hijas, estudió Teología en el Colegio Bíblico de la Gracia (España) y en la School of Biblical and Theological Studies of the European Mission Fellowship (EMF) en Welwyn (Inglaterra) Es pastor de la Iglesia Cristiana Evangélica de Alcázar de San Juan y Presidente del Consejo Evangélico de Castilla La Mancha (España) CECLAM. Es también traductor, conferenciante y escritor. Entre sus obras tenemos su reciente ensayo La Influencia de la Reforma en el trabajo y la protección social (Andamio 2018) y junto con Ángel Romera Valero, Juan Calderón Espadero: primer cervantista manchego y primer periodista protestante español (Peregrino 2017). También 50 años de la muerte de C.S. Lewis: el legado de las Crónicas de Narnia (Andamio 2014), William Wilberforce: la lucha por la abolición de la esclavitud (Andamio 2012) y Jonathan Edwards: pasión por la gloria de Dios (AMRE/Andamio 2008).